Al llegar a su habitación se
encontraron una maleta vacía. Para no despertar sospechas, S. se había
disfrazado de cebolla y había cubierto su cuerpo a capas con todas las prendas
que había traído. Se marchó con todo lo que llevaba encima, ropa para una semana
y los sueños de una vida. De una vida mejor.
Atrás quedaba su familia y un
país recién salido de la guerra, tras salvaguardarse bajo las faldas del
omnipresente colonizador de antaño. Delante, un visado de un mes y un vuelo
barato de una línea de bajo coste. Sólo de ida. Ahora era él quien, como había
hecho su país hace unos meses, buscaba refugio en la antigua metrópolis.
Hubo un tiempo que nuestro papel como inmigrantes fue borrado de nuestra memoria. Incluso, todavía hoy, al éxodo
que viven los jóvenes occidentales lo llamamos ‘fuga de cerebros’. No son
invasiones, ni avalanchas, ni inmigración masiva.
S. vino del sur al norte invitado
por una universidad de un país desarrollado para presentar su tesis. Era la
primera vez que veía el mar. Una diferencia más que, sin embargo, al final no le hace tan distinto de cualquiera de los muchos conocidos que también se han ido
fuera en busca de dignidad, huyendo de Estados desestructurados y con permisos de residencia caducos. S., como ellos (y puede que en un tiempo como yo y puede que a lo mejor
también como tu), no son más que talento exportado.
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Fotografía de D.Patino.- |
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